El Ministerio de la Consolación
“Él nos consuela en todos nuestros sufrimientos, para que nosotros podamos consolar también a los que sufren, dándoles el mismo consuelo que él nos ha dado a nosotros” 2 Corintios 1:4
A pesar de haber servido como misionera durante años, aún sentía aflicción en mi corazón. Durante un seminario de salud emocional, le pedí a Dios que me hiciera entender la razón de mi angustia, entonces recordé algo de mi vida que había intentado enterrar; años atrás había sido víctima de abuso sexual. No había hablado con Dios acerca de esa parte de mi vida, sin embargo, ahora Él me estaba invitando a hacerlo.
Sin saberlo, estaba en medio de un proceso de sanidad. Dios despertó en mí la sensibilidad para percibir el dolor de otras personas. La voz del Espíritu me invitaba a acercarme y orar por ellos. Sin embargo, me negué rotundamente a esa invitación.
—¿Cómo ayudarlos, si soy yo quien necesita ayuda? —argumenté.
—Dame a conocer, ¡habla de mí! —respondió.
—Señor, no sé nada de ti. Ni siquiera comprendo bien la Biblia. ¿Qué puedo decir?
Albergando excusas en mi corazón, organicé una clase de salud emocional; rogué que nadie viniese. Ese día asistieron quince personas. Tiempo después, supe que muchas de ellas habían pasado por una experiencia similar a la mía. Al dar la clase, fui la alumna más beneficiada. Me conmovió comprender la profundidad de los textos que leía. Pero Dios aún tenía una conversación pendiente conmigo.
Cierta mañana, mientras caminaba por el campo, brotó una confesión de mis labios.
—Toda la naturaleza te alaba, Señor, pero mi corazón no quiere alabarte. ¡Tú tienes la culpa de todo lo que me ha pasado! ¡Tenías que cuidarme, pero no lo hiciste! Ya no creo en ti ¡ni siquiera sé si estás aquí o si le estoy hablando al aire! —Enseguida, sentí como una palmadita.
—Hija, ¿ya acabaste? —dijo una voz suave.
—¡No! ¡No he acabado! Mis padres también se divorciaron ¡Tú no hiciste nada para detenerlo! ¿Cómo puedo confiar en ti? —De nuevo, sentí otra palmadita.
—Ahora sí, ¿ya acabaste hija?
—Sí, acabé —respondí. Me sentía cansada; sin fuerzas para pronunciar algo más. Era el momento de escuchar.
—Así como Yo existo, Satanás también existe. Él quería hacerte daño y lo ha conseguido. Pero debes considerar que Yo también existo, no sólo él —Mi débil mente pudo comprender lo que Dios quería decir. Era como la historia de la experiencia de Job. Impactada por tan reveladora y convincente respuesta, mi corazón comprendió quién era mi enemigo y se vació de todo el enojo que tenía contra Dios.
La siguiente clase compartí la dolorosa experiencia que sufrí, y la forma en que Dios estaba resolviendo ese problema de mi vida. El tema tituló: “Identificando a mi enemigo”. Fue una bendición para todos. De ahí en adelante, frente a cada tempestad en mi mente, acudía a Dios en busca de respuestas y Él, por medio de su Palabra, respondía pacientemente, cambiando poco a poco las creencias equivocadas acerca de Él. Recibí genuino y duradero consuelo al ver los sufrimientos que Jesús experimentó para entenderme: se hizo vulnerable, fue humillado y desnudado. ¿Quién podría comprenderme mejor?
Dios ha convertido la trágica experiencia de mi abuso en un ministerio. Lo he llamado “El ministerio de la consolación” (1 Cor. 1:4). Ya no estoy enojada con la vida, ¡ahora puedo sonreír! Incluso he llegado a sentir compasión por mi agresor. Lo que un día me lastimó, hoy es una prueba viva del poder que Dios tiene para sanar.
Quiero invitarte a llevar todas tus experiencias dolorosas al Gran Sanador, y ser consolado con el consuelo que yo he recibido. La libertad está muy cerca de ti.
—Marisol Aguayo
Leave a Comment